Bello necesita una nueva clase Empresarial

 


Bello no necesita otra clase política: ni nueva, ni renovada, ni con mejores intenciones. Todo ideal, por noble que parezca, termina corrompido por un sistema mal implementado, que es cualquier cosa menos funcional. Y no se trata simplemente de la avaricia humana ni de la falta de voluntad para hacer las cosas bien. El problema es más profundo: en la política local, la mayoría actúa según un libreto, con una firme pretensión de saber lo que hace, cuando en realidad no.

En el discurso oficial, la culpa del mal desarrollo de la ciudad recae sobre la ciudadanía: por su falta de cultura, por la escasa educación, por no ser ese “ciudadano modelo” que se promueve en redes sociales —alguien que emprende, que hace trading, que mejora su poder adquisitivo para endeudarse en casas, carros, viajes y restaurantes caros. Así, el ciudadano que no encaja en ese molde es visto como un obstáculo para el progreso. En ese relato, Bello no funciona porque está lleno de “la gente que no es”, y esa supuesta falla de origen justifica el despilfarro público en inversiones sin valor agregado, sin impacto real en la vida cotidiana de los barrios y los parques.

Sí, se gastan recursos, se cumplen indicadores, se reporta gestión. Pero la calidad de vida no mejora. La percepción de estancamiento y desconfianza se refleja en la falta de inversión real. Y esto no es solo intuición: los datos lo respaldan.

Un amigo me decía hace poco: “Pero mirá que esto está lleno de comercio y negocios”. Sí. El parque y sus alrededores están llenos de locales… pero con más rotación que consolidación. Se vacían en cuestión de meses y alguien nuevo vuelve a intentarlo. Dinero al aire, sin planeación ni condiciones para sostenerse en el tiempo.

Según fuentes que no son públicas, en Bello hay como máximo 4.672 empresas activas. En el mejor de los casos, eso representa unas 8,8 empresas por cada mil habitantes. En el peor, apenas 2,8 por cada mil. En Medellín, por contraste, la tasa supera las 45 empresas por mil habitantes, y en Envigado, municipio más pequeño, ronda las 32 por mil.

Estos números no solo indican un bajo nivel de formalización. Revelan algo más grave: una desconfianza estructural hacia el acto de emprender en la ciudad. ¿Por qué alguien asumiría una carga tributaria real, con todo lo que implica, si no ve garantías de retorno? Si no siente que el territorio le respalda, que su inversión está protegida y que hay futuro.

El problema es de confianza. Y los políticos no la generan. Su teatro de sonrisas y publicaciones en redes no motiva ni construye. Al igual que muchos ciudadanos, quieren todo regalado o más barato. Y así, en lugar de construir autoestima colectiva, terminamos repitiendo un ciclo de desvalorización donde nadie se cree capaz ni merecedor, nadie cree en nadie, y todos terminamos siendo parte de un cálculo electoral, más que de un proyecto de ciudad.

Más que otra clase política, Bello necesita una nueva clase empresarial. Una que vea el potencial humano en su gente, que apueste al territorio con proyectos sostenibles, que no se conforme con “sobrevivir en el margen”. Necesitamos empresarios capaces de pararse firmes ante una institucionalidad ineficaz, que solo cumple sus propios indicadores para entregarse premios entre ellos mismos mientras el territorio se estanca.

Una clase empresarial comprometida con el desarrollo no solo genera empleo o crecimiento económico. Genera visión. Cambia la narrativa. Invita a construir ciudad con ambición, no con resignación. Solo así podremos romper la costumbre de que en Bello todo debe ser regalado. Porque nadie invierte en lo que no cree. Y nadie cree en una ciudad cuando quienes la gobiernan tampoco creen en ella.


Por

Jonathan Franswa Cardona Gamas

 

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